«¡Los dejamos irse tranquilamente y mira lo que hicieron!», dice, cerca de Kabul, el comandante talibán Hasnain mostrando un amasijo de vehículos, edificios y municiones destruidos, lo que queda de la última base de la CIA en Afganistán.
Este lunes por la mañana, el comandante de la «Badri 313», la unidad de élite de los talibanes, invitó a los periodistas a visitar la antigua base estadounidense Camp Eagle, próxima al aeropuerto de Kabul.
Con un traje tradicional marrón y chaleco, turbante y barba negras, se baja de su camioneta con sus hombres armados hasta los dientes, impasibles en sus uniformes de camuflaje.
Seguidamente, entra en el antiguo cuartel de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA) para enseñar cómo sus enemigos dejaron el país el 30 de agosto, dos semanas después de que ellos tomaran la capital.
«Lo han destruido todo» antes de irse, insiste el comandante de 35 años, con muy buen inglés.
«Nosotros estábamos allí, alrededor de ellos, durante nueve o diez días, y esto no paraba de explotar», asegura.
En un autobús con una quincena de periodistas, se embarcan a recorrer la planicie ocre, árida y polvorienta donde se levantan los espaciados fortines de este vasto complejo.
Hasnain muestra un cráter lleno de escombros, rodeado por segmentos de alambre y restos de metal torcido o a trozos: es lo que queda de un «almacén de municiones».
«Los estadounidenses lo detonaron el 27 de agosto por la noche», dice.
La enorme explosión se escuchó por todo Kabul e hizo pensar en un nuevo ataque del grupo yihadista Estado Islámico, rival de los talibanes, que un día antes había causado un baño de sangre en el aeropuerto de la capital, con más de 100 muertos.
«Vengan por aquí, que les quiero mostrar otra cosa», insiste Hasnain, acercándose a una capa de hormigón en medio de un edificio en ruinas y con restos de munición, entre ellos una granada.
«¡Atención! Sobre todo, no la toquen».
Tras el aviso, señala decenas de cajas acumuladas en un rincón al aire libre, donde sobrevivieron cientos de cohetes almacenados.
– Solo quedó el billar –
En decenas de metros a la redonda, hay esparcidos cientos de cartuchos de armas automáticas. Esta munición «todavía las podemos disparar», apunta.
Detrás asoman barracones en ruinas. Los estadounidenses quemaron su interior, donde solo queda una espesa alfombra de cenizas, armazones de butacas y mesas metálicas.
En todo el complejo, un único edificio continúa indemne: un hangar blanco, con la señal «Snooker Club» y una enorme sala de juego llena de billares, futbolines y dardos.
El resto, casi todo inservible, dice Hasnain con resentimiento.
«Necesitamos de todo para reconstruir nuestro país, también armas para garantizar la seguridad. No tenemos suficientes y tendremos que comprarlas en otros países», protesta.
El ejército estadounidense ha procurado dejar el menor material posible a los talibanes, autores de multitud de atentados en las últimas dos décadas, incluso contra civiles.
En el aeropuerto de Kabul, sus efectivos inutilizaron aviones, vehículos blindados y un sistema de defensa antimisiles antes de retirarse.
Para el comandante talibán es un gesto desagradecido teniendo en cuenta que sus tropas, que rodeaban la base y el aeropuerto, nos los atacaron y les permitieron marchar.
«Les hemos dejado irse y mira lo que han hecho», vuelve a lamentarse.
«Decían que querían reconstruir Afganistán y sus equipamientos (…) Esto descubre su verdadero rostro, no dejaron nada», continúa ante la carrocería calcinada de un centenar de vehículos civiles.
Pero no todo quedó destruido. En Kandahar (sur), los talibanes desfilaron en vehículos todoterreno y un helicóptero que podría ser material estadounidense requisado al ejército afgano.
El comandante no quiere seguir quejándose y opta por pasar página.
«No hicimos la guerra para matar estadounidenses, sino para liberar el país e instaurar la sharia (la ley islámica, ndlr). Hemos reconquistado el poder sin matanzas y esto es lo bueno para nuestro país», argumenta.
El soldado de élite tiene bien aprendido el discurso pacífico y conciliador que quieren ofrecer los nuevos dueños de Kabul. Pero las buenas palabras no terminan de convencer a parte de la población, que todavía recuerda el régimen brutal del anterior mandato talibán (1996-2001).