Un agricultor israelí ajusta el tubo de regadío enrollado alrededor de una palmera al norte de la calurosa ciudad israelí de Eilat, un popular destino turístico situado entre el mar Rojo y el desierto.
El agua rica en minerales que fluye por el estrecho tubo de plástico y nutre los dátiles de las palmeras es una mezcla de aguas subterráneas y aguas residuales recicladas en la estación de depuración local.
«Todas las aguas residuales de Eilat son tratadas», declara Arik Ashkenazi, jefe de ingeniería en Ein Netafim, una planta local de gestión y saneamiento de las aguas en una visita al palmeral.
Estas pasan a través de depósitos y contenedores que eliminan los sólidos y las sustancias tóxicas.
El agua potable de esta ciudad en el extremo sur de Israel, que carece de fuentes de agua dulce, es una combinación de agua subterránea y de agua marina desalada.
Las aguas usadas, empleadas con fines domésticos, son tratadas para después transferir «hasta la última gota» a los agricultores, afirma Ashkenazi. Esto permite sostener una floreciente industria agrícola en esta región árida.
Luego estas se mezclan con las aguas subterráneas y se utilizan en las plantaciones de árboles que se extienden sobre varios kilómetros al norte de la ciudad, explica.
En un momento en que el cambio climático impacta la gestión del agua en todo el planeta, esta técnica de Eilat representa un prototipo para Israel y otros lugares.
Según la ONU, más de 2.000 millones de personas en el mundo carecen de acceso a agua potable. Las inundaciones y las sequías provocadas por el cambio climático agravan la situación.
Sin embargo, un «80% de las aguas usadas en el mundo vuelven al ecosistema sin ser tratadas o reutilizadas», según los datos del departamento de asuntos económicos y sociales de la ONU.